El Burócrata y el Misterio de los Cordones Desatados
En una ciudad donde el tiempo parecía haberse detenido, un burócrata llamado Martín pasaba sus días en una oficina gris y polvorienta. Cada mañana, se vestía con un traje que había visto mejores días y se dirigía a su trabajo, un edificio anticuado que albergaba almas perdidas como la suya. Su escritorio, viejo y repleto de documentos arrumbados, era un fiel reflejo de su vida: un caos que nadie se molestaba en ordenar.
Martín se sentaba en una silla incómoda, cuya tapicería desgastada le recordaba cada día que su existencia carecía de propósito. Pasaba horas revisando papeles, firmando documentos sin sentido y asistiendo a reuniones que parecían no llevar a ningún lado. La monotonía era su compañera constante, y la sensación de vacío lo envolvía como una sombra inquietante.
Al levantarse para ir al baño o a la máquina del café, siempre se encontraba con la misma sorpresa: sus cordones desatados. Miraba hacia abajo, confundido, y con un suspiro resignado, se agachaba para atarse los zapatos. No importaba cuántas veces lo hiciera; al regresar a su escritorio, volvía a descubrir que, en un momento de descuido, los cordones habían vuelto a soltarse. Cambió de zapatos, pensó en el absurdo de la situación, pero el destino se empeñaba en repetir el mismo juego.
Un día, mientras se inclinaba para atarse los cordones por tercera vez, sintió una extraña vibración bajo su escritorio. Miró hacia abajo y, en un acto de curiosidad, apartó algunos papeles. Allí, en la penumbra, vislumbró algo que no había notado antes: una pequeña sombra que se movía, un destello oscuro que parecía cobrar vida. El burócrata sintió un escalofrío recorrer su espalda, pero la rutina lo había vuelto insensible a las inquietudes.
Esa noche, en su casa, los cordones desatados lo siguieron como un eco. Se sentó a cenar, parado frente a un plato vacío, y recordó la sombra bajo su escritorio. ¿Qué era aquello? La pregunta se repetía en su mente, mezclándose con el ruido de la ciudad y el latido de su corazón.
Al día siguiente, decidió enfrentar el misterio. Cuando llegó a la oficina, se armó de valor y se agachó de nuevo, esta vez con la intención de descubrir la verdad. Desempolvó el espacio bajo su escritorio y, para su sorpresa, encontró un viejo diario olvidado, cubierto de telarañas. Lo abrió con manos temblorosas y leyó en voz baja: “Aquellos que ignoran su propósito vivirán atados por los hilos invisibles del destino.”
De repente, la sombra emergió, tomando la forma de un ser etéreo: un reflejo de su propia desdicha. El burócrata, aterrorizado, comprendió que su vida llena de monotonía había alimentado a esa criatura, que se alimentaba de su apatía. Los cordones desatados eran una manifestación de su propia incapacidad para atarse a la vida, para encontrar un sentido en su existencia.
—¿Qué debo hacer? —preguntó, su voz temblando.
—Desátate de tus miedos —respondió la sombra—. Solo así podrás atarte a tu propósito.
Martín, con el corazón palpitante, sintió que algo en su interior comenzaba a cambiar. En un acto de valentía, decidió renunciar a su trabajo. Salió de la oficina con la respiración entrecortada, sintiendo cómo los cordones se ataban solos, como si la vida misma comenzara a fluir en él.
Sin embargo, a medida que pasaban los días en su nueva vida, la sombra, aunque menos frecuente, comenzó a aparecer de nuevo, pero solo cuando Martín se sentaba a un escritorio o una mesa. En su nueva oficina, en casa, o en cualquier lugar donde se dedicara a escribir o trabajar, los cordones se desataban de repente, como un eco de su pasado.
Cada vez que esto ocurría, la sombra emergía, recordándole su antigua inercia y los peligros de caer nuevamente en la rutina. Martín aprendió a vivir con esa presencia, a escuchar su voz en los momentos de duda y a encontrar en ella una extraña forma de guía.
Así, el burócrata se convirtió en un hombre libre, consciente de que su sombra nunca lo abandonaría del todo. Pero ahora, en lugar de ser una carga, era un recordatorio de la lucha constante entre el miedo y la valentía. Y aunque los cordones a veces se desataban cuando él se sentaba, sabía que tenía el poder de volver a atarse a sí mismo, a su propósito y a la vida.
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